
Rodeados de máquinas. Rodeados por información. Cercados por la ilusión de una intercomunicación permanente.
El azar, sin embargo, puede volvernos en un instante a edades pasadas. El azar, quizá, más temido por la sociedad moderna: la falta de electricidad.
Fue una noche, durante un corte de energía, que la luz de las velas propuso la lectura de un libro que hacía tiempo dormía en la biblioteca: la velocidad de liberación, de Paul Virilio
Los conceptos de Virilio sobre la primacía del tiempo real en detrimento del espacio y del uso intensivo de las comunicaciones en la sociedad contemporánea encendieron una luz de alerta, y la intuición del tema para un espectáculo.
Se demarcaba un territorio fundamental de trabajo, pero a su vez este territorio resultaba tan infinito como la información contenida en la Internet.
Algunas imágenes aparecieron en medio de las sombras, pero el problema artístico no resultaba sencillo de resolver: ¿cómo dar cuenta de ese mundo virtual que día a día avanza sobre el mundo real y hacerlo presente en el espacio acotado de una instalación multimediática al espectador?
La mañana siguiente alumbró la respuesta en una sola palabra: sobresaturación.
Máquinas y más máquinas. La ventana al mundo del monitor agigantada hasta el tamaño ridículo de la opresión, donde la dimensión humana se vuelve insignificante. Cables que conectan pero mediatizan las relaciones. Teléfonos celulares, webcams. El espacio de la net convertido en círculo que reúne y a la vez encierra, artistas y público en el mismo plano, sin distinciones, anónimos, bombardeados por historias que sólo tienen lugar en la pura virtualidad de la pantalla, pero que resultan más reales que la propia existencia gracias al efecto de alta definición.
Poco más o poco menos, así comenzó El fin del espacio.
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